Lo que puede la historia
Resumo
Hace un mes regresé a la Plaza de la República. Al igual que otros y con tantos más, lo hemos hecho con incredulidad y tristeza. Frente a la angustia de los hombres, el sol de noviembre arrojaba con soberana indiferencia una claridad casi insolente y escandalosa. Desde enero de 2015, como el oleaje al batirse contra un acantilado, el tiempo pasó por alto el zócalo de piedras blancas que conforma el pedestal de la estatua de Marianne. Pasó el tiempo, las noches y los días, pasó la lluvia mientras el viento desteñía los dibujos infantiles, dispersaba los objetos y borraba los eslóganes, desdibujando su ira. Y pensábamos: de eso se trata, de un monumento que alza una memoria activa, viva y frágil hasta lo alto del cielo. Una ciudad no es más que eso, un modo de tornar habitable el pasado y de reunir la dispersión de sus fragmentos por detrás de nuestros pasos. La historia es todo eso siempre y cuando sepa acoger en un mismo frente la tranquila lentitud de la duración y la brusquedad de los acontecimientos.